martes, 22 de mayo de 2012

CALENDA JUCHITECA

No sé porqué decido salir rápido de la vela viadxi.
No estoy aburrido, tampoco muy divertido. No he tomado una sola gota de alcohol por la gastritis inclemente que me tortura cada fin de semana. Los cuartitos de cerveza se amontonan debajo de las sillas de mis acompañantes y de unos españoles que, flipados para bien, beben, comen, bailan y se divierten en la vela del ciruelo, una de las más divertidas de la semana.
Es semana de velas, señores. Es el maratón Guadalupe Reyes de Juchitán. Sabido es que las velas son rasgo emblemático de esta heroica y alcohólica ciudad. Es la semana mayor. Es cuando la Corona hace su agosto en pleno mayo. Es la semana en donde el hígado, la resistencia, la profundidad amorosa y las relaciones son puestas a prueba. Son las Velas de Mayo de las que hablaremos en un futuro más extensa e informativamente. 
No me distraigo. Tengo que darles a conocer la Calenda.
Un amigo se me acerca asustado. Me dice que le han robado el celular, la cartera y la pulsera de oro saliendo de la vela, justo a las puertas del panteón. Tienen que saber que la fiesta se hace en un campo deportivo al lado de un panteón vetusto. Los hombres tenemos que salir a orinar entre las tumbas y eso ya es una costumbre. Entre las fosas, más de uno se pierde. Entre ellas, más de uno sale asaltado. A mi amigo le ha pasado. Y sin triunfo.
Recuerdo a mi acompañante nuestra condición física pero un ángel enorme en forma de amigo fornido aparece para llevarnos a la casa de la persona que nos ha invitado a esa cosa misteriosa llamada calenda.
Según aquioaxaca.com, la calenda es definida así: Calenda
Y básicamente es eso, sólo que con mucho, mucho, mucho alcohol. Lo que los estudios académicos, sociales y demás se olvidan en todo estudio acerca de los usos y costumbres de Juchitán es del componente alcohólico.
Les cuento. 
Llegué con dolor de panza y aburrimiento infinitos a la casa del mayordomo de la calenda. Me sorprende que sea un hombre tan joven y más aún dispuesto a seguir una tradición que más bien me parece folclórica. Él está muy orgulloso de serlo y se le nota. Cuando siento ya tengo un café con piquete (mezcal, por supuesto, que aquí somos hombres) y un tamal de frijoles en la mano. Ante la reacción de mis amigos, engullo el tamal y reafirmo la reacción general. Están reputamente buenos.
El café da paso a una extraña bebida sabor jamaica. Es el chingorolo me dicen. Básicamente es un chingado tang de jamaica o de sabor indefinido diluído en una garrafa de mezcal, así que ya usted se imaginará. 
La calenda comienza cuando la gente va llegando a la casa del mayordomo para acompañarlo en el recorrido por todo el centro de la ciudad. La gente se acerca, la banda de música está tocando a todo volumen, la calle se cierra, la calma de la madrugada es violada sin consideración, la gente toma, fuma, come, platica, sonríe.
Unos monigotes de unos cinco metros de largo comienzan a danzar. Son títeres enormes pero que manejan a su titiritero con una calma chicha. Dan risa cuando bailan juntos. La sexualidad no importa, una es vieja, el otro varón. Pero quienes los hacen bailar son dos hombres que están, evidentemente borrachos como para sacudirse de tal forma. La borrachera los hace pagar el precio. Los monos pesan unos veinte kilos así que, muy machitos, se ven obligados a descansar entre canción y canción. 
El alcohol, el chingorolo pues, corre como río. 
Partimos. Entre gritos y vivas a San Vicente, de repente, me veo extrañamente sorprendido gritándole a ese señor. Un santo católico que cargaba un saco y etcétera. No soy católico pero el chingorolo me hace olvidar. Grito más vivas y tomo más jamaica adulterada.
Los monos bailotean extenuados, la banda desafía al viento, las farolas se sacuden (aquí tengo que hacer un paréntesis que ustedes están leyendo: no me puedo explicar cómo las ancianas o las señoras pueden mantener su farola encendida, básicamente un carrizo, una vela y mucho papel celofán, mientras que una bola de zánganos "jóvenes" terminan con su carga incendiada entre risas malévolas; perdón por la interrupción), los carrizos se agitan. La música invita a bailar. O la euforia. O el folclor. O el chingorolo. O San Vicente. O Juchitán. O la misma dicha de estar vivo en medio de todo esto. 
Ahí voy caminando y bailando y bebiendo en vasitos que se desparraman y corriendo y gritando y observando y aplaudiendo y viendo a quienes nos observan divertidos. Unos vamos más sobrios que otros. Unos más cansados. Otros más divertidos. Por allá nos ligan, por acá se ríen de nosotros, por acullá nos saludan de lejitos. 
No sé qué cruz estoy cargando ni sé qué manda estoy pagando, me dice mi amigo de Salina Cruz que sudando, extenuado camina con los ojos desaforados producto de una escasa peatonización. Me río de su cansancio y de sus quejas. Y le señalo a una amorosa anciana y a su pareja, de unos cientocincuenta años entre ambos, que pronta, rápida y solícitamente nos siguen exactamente al mismo paso. La fe es más grande que el desmadre, me digo en una nota mental. 
Que se me olvida con el siguiente puto vaso de chingoroloonoséquémierdasmeestándandoenestemomento.
Y veo como la calenda atrae a ríos de gente que salen de todos lados. A cientos de vecinos que se incorporan a esta marcha que no es política, que no es social, que no tiene propósitos más que profesar la admiración por un santón viejo pero bueno. Entre gritos y más vivas, la mirada antropológica y social se pierde entre el desmadre juchiteco. La observación se convierte en participación. Es imposible ser frío, estar aburrido y no divertirse en el caos organizado y precioso de una calenda.
Todo termina frente al atrio de la iglesia de San Vicente Ferrer. Pensaba que entraríamos y se me hacía sacrílego que una turba de cientos, quizá miles de paganos alcoholizados por una bebida exótica, fuéramos a rezarle al santo. No. Nos detuvimos justo en la cancha de la escuela Charis. 
Y ahí entre todos los curiosos y exactamente a las seis y media de la mañana, unos toritos de fuegos artificiales asustan al respetable y provocan que los más borrachos o los más atrevidos salten a que ... etcétera... Acabo de ver el ojo morado de mi amigo, el más alcoholizado, que parpadea lloriqueando. Me sorprendo. Todos somos amigos aquí. Y...sin embargo. Más chingorolo
Todo termina con mi amigo y los monigotes bailando lambada en pleno parque central. Todos bailamos por mero desmadre, gozo, borrachera o vaya usted a saber. Son las siete de la mañana.
La calenda no ha terminado ahí.

Nos llevan a la casa del mayordomo que nos ha invitado a "desayunar", acto que consiste en básicamente chingarse los tamales recalentados y SÍ, SEÑORES, beber cerveza fría a las ocho de la mañana. Ya no hay café ni extrañabebida. Ahora es la pura y dura cerveza clara, helada que ya hace bastante calor. Pasan tres horas entre risas y desmadre teco. Acento y zapoteco. Son las once de la mañana y la banda sigue tocando sones istmeños ya nada más para acompañar a los últimos invitados de la parada: nosotros. Cada quien pide su canción, cada quien brinda con los músicos. La calenda termina cuando la última nota del son (o de la cumbia o del "Ai Se Eu Te Pego", porque aquí ya somos modernos) se escapa en plena mañana dominguera. 
La borrachera apenas comienza (¿o termina?) pero eso ya no es calenda sino mera pasión etílica.


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